domingo, 5 de mayo de 2013

Funcionalidad del Cine


“La pantalla es un medio mágico. Tiene tal poder que puede mantener el interés mientras transmite emociones y estados de ánimo que ningún otro arte puede siquiera pensar en alcanzar”.
 -Stanley Kubrick
Parece que el cine es a veces uno de los artes más menospreciados. La industria cinematográfica se debate entre contar historias por verdadera convicción artística o por meros intereses monetarios. ¿Cuál es la realidad? Durante sus primeros años, el cine no era más que una atracción de feria, un descubrimiento científico al que ni siquiera los hermanos Lumière le veían futuro alguno. Era el sencillo fenómeno de ver imágenes pregrabadas en movimiento, todavía sin sonido, proyectándose ante un público lleno de asombro. Las primeras historias contadas en el celuloide tenían el único y primitivo fin de entretener.

Y entretener, en el sentido de captar la atención y mantenerla, sigue siendo el objetivo del cine. Creo que fue García Márquez quien explicaba que el arte de escribir requería de enganchar al lector desde la primera línea y mantenerlo así hasta la última, si el lector se desprende del anzuelo en el camino, habremos fracasado. El arte de contar historias, basándonos en aquel pensamiento, consistiría en hipnotizar al receptor, mantenerlo atado a lo que ve, escucha o lee, mantener su interés: entretenerlo. Hoy el cine no ha perdido esa propiedad de fenómeno tanto técnico como de entretenimiento. Claro, las técnicas han evolucionado y el entretenimiento se ha vuelto masivo.
Cine ‘comercial’ y ‘de arte’
Existen dos tipos de cinéfilos, o bien, teorías cinéfilas. Una es que el cine es un arte, y como todo arte debe mantenerse al margen de los estándares comerciales baratos, debe ser una experiencia eminentemente espiritual y profunda, jamás superficial, que toque fibras sensibles con un cuidado perfeccionista. La otra teoría es que el cine se hizo para divertirse, para reírse y disfrutarlo, en el sentido más elemental, sin tener que buscar un significado más allá, ni preocuparse por trivialidades de forma ni fondo. El primer cinéfilo piensa que hay un “cine de arte” y un “cine comercial” y que el primero es mejor que el último. El otro cinéfilo piensa que el “cine de arte” es aburrido,  y su pregunta favorita es: ¿qué tiene de malo divertirse?
Esas etiquetas de “comercial” y “de arte”, dividen al cine de una forma terrible y casi autoritaria. Los conceptos son por demás ambiguos. Y es que el cine, junto con la música, a diferencia de otras artes, es de acceso fácil, entendible y puede hablar en un idioma que comprendemos todos. Esa universalidad hizo del cine un negocio, claro, como ha sucedido con otros campos del arte, pero de una forma mil veces más exitosa y redituable. Si la gente compra, la gente vende. La propiedad del cine para entretener, se convirtió para algunos en una mina de oro.
¿Cómo entonces diferenciar una obra artística de un producto vendible? A veces la línea que los divide es muy delgada. A fin de cuentas, uno paga por ver cualquier tipo de cine, a fin de cuentas para hacer una película se tuvo que invertir dinero, y a fin de cuentas esa inversión debe retribuir a los realizadores. O tal vez no. Tal vez ellos no quieren hacer negocio. Pero es seguro que querrán hacer más películas y para ello necesitarán más dinero. Roger Corman era capaz de hacer películas con los mínimos recursos, su teoría dictaba no sólo que entre menos inversión menos pérdida, sino que el dinero recuperado en taquilla podía ser sólo el suficiente para hacer otra película. Hacía una cinta barata, recuperaba poco dinero y con él hacía otro filme barato, así sucesivamente se mantenía haciendo cine.
Las películas se venden. El arte se vende, pésele a quien le pese. Naturalmente unos venden mejor que otros y algunos sabrán cómo tener éxito en este sentido, incluso puede que vender sea el objetivo primordial para muchos. Pero aunque se trate simplemente de una mente maestra cuyo fin último es contar una historia o provocar determinadas sensaciones en el espectador, deberá encontrarse cara a cara con el mercado tarde o temprano, si no, es posible que su obra ni siquiera llegue a conocerse. Si alguien hace una película, es para que el público la vea. Ese público debe ser enganchado, como García Márquez dijo sobre los lectores. Hay que entretener, promocionar. Se tiene que vender la idea al público, para que así esté dispuesto a comprarla, es decir a pagar un boleto de cine y ver la película.
El cine se vende y entretiene. Cuenta historias y la gente gasta por verlas, ya sea tiempo, dinero o ambas. Si el cine se convirtió en negocio es porque está implícito en su naturaleza. ¿No venden los pintores sus pinturas para que la gente las cuelgue en sus paredes y las observe día con día? Algunos podrán decir que el arte no se vende y ese pensamiento arbitrario no lo han tenido pocos. Pero, si un árbol cae en medio de un bosque y no hay nadie que lo escuche ¿hace o no hace ruido? Ni “de arte” ni “comercial”, un filme siempre tendrá un fin último, sea la película que sea, y éste sólo puede cumplirse si alguien se sienta a ver la cinta.
 La mentira más grande
Hay películas para entretener, para reírse, para pensar, para reflexionar, para asustar, para todo. Y es que el cine es la mentira más grande creada por la humanidad. Nuestra sociedad vive sumida debajo de un montón de capas de mentira. Los momentos de honestidad son destellos casi imperceptibles, y es en esos momentos en que el ser humano encuentra la felicidad absoluta. Pero la honestidad no es una cualidad humana, mentir, por otro lado, es algo con lo que nacemos, con lo que nos criamos y aprendemos a vivir. Cuando un director hace una película está inventando una mentira, es una historia que no existe más que en la realidad recreada.
Los actores fingen ser otras personas, los lugares son arreglados para aparentar ser una determinada zona que no existe. Aunque una cinta esté basada en hechos reales, es una recreación y para recrearla se tiene que mentir, se tiene que fingir todo el escenario y las circunstancias, situaciones que ya fueron y que aún todavía tienen que pasar por la visión de otras personas que no las conocieron de primera mano. El cine es reinvención de la realidad. Cuando el cine es bueno, es cuando logra atrapar en su propia mentira al espectador y hacerle creer que lo que observa es real.
El séptimo arte es una farsa. Es volverse cómplice con el espectador. El público sabe que lo están engañando y el director sabe que está mintiendo. Pero ambos tienen un contrato implícito, uno está dispuesto a creerse la mentira y el otro a ser convincente, valiéndose de los métodos que sean adecuados a su objetivo. No es falsa la afirmación de que si uno se llega a mentir con tal intensidad, puede hacer que la mentira se convierta en verdad. Lo cierto, sin embargo, es que la verdad absoluta no existe en ningún lado. Las personas y el cine mienten con un vigor supremo.
¿Pudiera ser que la realidad y el cine son a tal grado mentira que se transforman en la verdad absoluta? ¿O pudiera ser que al mentir con tal fuerza el cine descubre a través de sus falsedades la verdad que se esconde detrás de todo? Esta última pregunta podría tener una respuesta afirmativa, pero el punto es que el cine quiere decir algo. Si un actor dice ser tal persona, es porque el director quiere que mienta para decir algo más allá a su público: ya sea hacerlas reír, asustarlas, etcétera. Lo correcto es cumplir ese objetivo. Creo que fue Martin Scorsese quien dijo que cuando la pantalla y la audiencia generan un vínculo entre sí, es cuando el cine está cumpliendo su función última y se está haciendo de forma correcta.
Cuando un cineasta no logra transmitir lo que quiso, habrá fallado. Quentin Tarantino lo ejemplificó de la siguiente manera: pudiera ser que el cine se siente confuso, se siente aburrido y tedioso, pero si esa confusión, ese aburrimiento y ese tedio son parte de la película, está bien. Tarantino trataba de decir que esa sensación debe ser natural a la película, si uno siente que se está confundiendo pero sabe que la película pretende confundir, va por buen camino. Pero si uno siente confusión y de alguna manera sabe (porque eso es algo que se sabe y se siente más allá de saberse) que no debería ser así, entonces algo salió mal. El director concluía que uno simplemente debe sentir que está en buenas manos, que la confusión es adecuada y que el director sabe lo que hace.
En pocas palabras, si una película te quería hacer reír y consigue hacerte reír, está bien. Si una cinta quiere hacerte llorar y lo logra, está bien. Porque ese era el objetivo del cineasta y esos objetivos pueden ser infinitos. Todo cae por su propio peso. La cinta adquiere el ritmo natural que el guion y el cineasta quisieron darle y es entonces cuando se crea ese vínculo con el espectador del que hablaba Scorsese. Y ese vínculo es, sin duda, ese mismo gancho de ensoñación que nos mantiene inmersos en la historia que se desenvuelve frente a nuestros ojos, alejándonos casi por completo de la realidad que nos rodea.
 Sueños ajenos
La mentira que se desenvuelve frente a nosotros se transforma en la realidad, y de pronto desaparece el asiento sobre el que estamos sentados, si hay personas y voces a nuestro alrededor también enmudecen; desaparece la luz del proyector, desaparecen las paredes de la sala y el contorno que delimita la imagen de la película. Este es, sin duda, un efecto que ni con la más alta tecnología del 3D podría conseguirse jamás. Es un estado mental, una ensoñación que nos hipnotiza de alguna manera. No es casualidad la fascinación que sentía Luis Buñuel por los sueños, un encanto que, por supuesto, lo acercó al surrealismo, pero que de alguna forma también tenía una semejanza enorme con el séptimo arte.
Soñar, imaginar otros mundos, pensar en situaciones hipotéticas, ejercicio que  alimentamos los seres humanos día con día, despiertos y absortos en nuestros pensamientos sobre el futuro y recuerdos del pasado, mezclándolos e inventando bajo nuestro propio guion y dirección, nuestras películas en nuestra cabeza. Y tal poder ejerce la ficción, que incluso estando dormidos, nuestro subconsciente se empeña en crear sus propias funciones nocturnas, de las que nosotros también somos partícipes. Los sueños son como el cine y no es otra cosa sino los sueños ajenos lo que vemos dentro de una película.
Y es quizá por esa misma razón que el cine es capaz de crear un vínculo con el espectador. Donde las ideas ajenas de un personaje que nosotros no conocemos, encuentran un punto común con nuestra propia vida, es cuando el gancho de la película nos sumerge en su realidad recreada. Sea de forma consciente o inconsciente, esa conexión invisible es la clave precisa donde las imágenes en movimiento tienen su valor artístico. Buñuel incluso atribuía al cine un carácter hipnótico casi científico, señalando que incluso la iluminación, los movimientos de cámara y los planos son elementos que eliminan el criterio del espectador fascinándolo con la película que observa, envolviéndolo así en los vapores del ensueño, como si el público tuviera frente a sí un reloj enorme que se mueve de un lado a otro.
Buñuel tenía razón, y es esta conjunción de diferentes elementos (actuaciones, diálogos, efectos especiales, etcétera) la razón por la que el cine ejerce una fascinación inexplicable. Pasar de una imagen en movimiento, sin ningún tipo de historia, de los hermanos Lumière, a los grandes relatos que se ven hoy en día, ha sido una transición natural. No es novedad imaginar el asombro y la fascinación de las personas que vieron las primeras imágenes en movimiento, y en ese sentimiento adivinar el futuro del cine. En esa sencilla atracción de feria en que se convirtió la invención de los Lumière, estaba recóndita la hipnosis de la que es capaz lo que luego se colocaría como el séptimo arte.
Y así como en aquel entonces, unas cuantas fotografías en movimiento hacían temblar multitudes, hoy en día ese mismo efecto lo tienen los largometrajes que se exhiben.  Y es en ese efecto donde se encuentra la esencia del cine. Este arte es, y ha sido desde sus comienzos, un medio de entretenimiento, llámese desde el más superficial significado de la palabra, hasta el más profundo, capaz de crear la hipnosis más absoluta. Incluso en ambos sentidos, el entretenimiento es a fin de cunetas una invitación a la ensoñación, a apartarnos de la realidad y retenernos atentos a lo que sea que se nos presente. El cine es entretenimiento, y esa cualidad es de alguna manera una forma de arte.
Lo que una persona se lleve después de ver una película, ya sea una reflexión, una buena carcajada, o quizá algo más que las palabras no pueden explicar, depende del vínculo que haya existido entre la obra del director y uno mismo. El cine no está hecho para un público específico, como forma de arte, le habla a todos y a cada quién con diferente voz. La audiencia de ciertos géneros cinematográficos se crea por sí sola, bajo el gusto personal y el vínculo invisible que genera. Si algo tiene de maravilloso este arte, es que se trata de algo tan universal, que está creado para el acceso de cualquier persona. Somos exactamente los mismos a quienes los hermanos  Lumière impactaban con su descubrimiento. Gente de a pie que quedaba pasmada ante las imágenes. Esas mismas personas, son las mismas que entran hoy en día a la sala de un cine, con la misma expectación y la misma disposición al asombro.
La gente que entra al cine no tiene que ser quien conozca la filmografía de Woody Allen de principio a fin, o haya disfrutado desde el primer minuto “El Padrino” y el “Ciudadano Kane”. Habrá quien incluso reniegue de lo que muchos aseguran son algunas de las películas más grandiosas de todos los tiempos. El gusto cinematográfico es estrictamente personal, y una película funciona tanto para el que ha visto lo que se considera como “clásicos”, como para el fanático de Michael Bay. El cine debe tener la capacidad de hipnotizar al espectador, sea quién sea el que entre a la sala, engancharlo y mantenerlo así hasta los créditos finales. La razón por la que las personas siguen pagando un boleto para entrar a ver una película, es para entretenerse, para impresionarse, y para llevarse o no, algo en qué pensar. Las razones y los objetivos trazados en la pantalla grande, son tan variados como la vida misma. La gran mentira de la vida y la gran mentira de la ficción, una paradoja sin fin, que enamora la una a la otra y viceversa. 

 

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