“La pantalla es
un medio mágico. Tiene tal poder que puede mantener el interés mientras
transmite emociones y estados de ánimo que ningún otro arte puede siquiera
pensar en alcanzar”.
-Stanley
Kubrick
Parece que el
cine es a veces uno de los artes más menospreciados. La industria
cinematográfica se debate entre contar historias por verdadera convicción
artística o por meros intereses monetarios. ¿Cuál es la realidad? Durante sus
primeros años, el cine no era más que una atracción de feria, un descubrimiento
científico al que ni siquiera los hermanos Lumière le veían futuro alguno. Era
el sencillo fenómeno de ver imágenes pregrabadas en movimiento, todavía sin
sonido, proyectándose ante un público lleno de asombro. Las primeras historias
contadas en el celuloide tenían el único y primitivo fin de entretener.
Y entretener, en
el sentido de captar la atención y mantenerla, sigue siendo el objetivo del
cine. Creo que fue García Márquez quien explicaba que el arte de escribir
requería de enganchar al lector desde la primera línea y mantenerlo así hasta
la última, si el lector se desprende del anzuelo en el camino, habremos
fracasado. El arte de contar historias, basándonos en aquel pensamiento,
consistiría en hipnotizar al receptor, mantenerlo atado a lo que ve, escucha o
lee, mantener su interés: entretenerlo. Hoy el cine no ha perdido esa propiedad
de fenómeno tanto técnico como de entretenimiento. Claro, las técnicas han
evolucionado y el entretenimiento se ha vuelto masivo.
Cine
‘comercial’ y ‘de arte’
Existen dos
tipos de cinéfilos, o bien, teorías cinéfilas. Una es que el cine es un arte, y
como todo arte debe mantenerse al margen de los estándares comerciales baratos,
debe ser una experiencia eminentemente espiritual y profunda, jamás
superficial, que toque fibras sensibles con un cuidado perfeccionista. La otra
teoría es que el cine se hizo para divertirse, para reírse y disfrutarlo, en el
sentido más elemental, sin tener que buscar un significado más allá, ni
preocuparse por trivialidades de forma ni fondo. El primer cinéfilo piensa que
hay un “cine de arte” y un “cine comercial” y que el primero es mejor que el
último. El otro cinéfilo piensa que el “cine de arte” es aburrido, y su
pregunta favorita es: ¿qué tiene de malo divertirse?
Esas etiquetas
de “comercial” y “de arte”, dividen al cine de una forma terrible y casi
autoritaria. Los conceptos son por demás ambiguos. Y es que el cine, junto con
la música, a diferencia de otras artes, es de acceso fácil, entendible y puede
hablar en un idioma que comprendemos todos. Esa universalidad hizo del cine un
negocio, claro, como ha sucedido con otros campos del arte, pero de una forma
mil veces más exitosa y redituable. Si la gente compra, la gente vende. La
propiedad del cine para entretener, se convirtió para algunos en una mina de
oro.
¿Cómo entonces
diferenciar una obra artística de un producto vendible? A veces la línea que
los divide es muy delgada. A fin de cuentas, uno paga por ver cualquier tipo de
cine, a fin de cuentas para hacer una película se tuvo que invertir dinero, y a
fin de cuentas esa inversión debe retribuir a los realizadores. O tal vez no.
Tal vez ellos no quieren hacer negocio. Pero es seguro que querrán hacer más
películas y para ello necesitarán más dinero. Roger Corman era capaz de hacer películas
con los mínimos recursos, su teoría dictaba no sólo que entre menos inversión
menos pérdida, sino que el dinero recuperado en taquilla podía ser sólo el
suficiente para hacer otra película. Hacía una cinta barata, recuperaba poco
dinero y con él hacía otro filme barato, así sucesivamente se mantenía haciendo
cine.
Las películas se
venden. El arte se vende, pésele a quien le pese. Naturalmente unos venden
mejor que otros y algunos sabrán cómo tener éxito en este sentido, incluso
puede que vender sea el objetivo primordial para muchos. Pero aunque se trate
simplemente de una mente maestra cuyo fin último es contar una historia o
provocar determinadas sensaciones en el espectador, deberá encontrarse cara a
cara con el mercado tarde o temprano, si no, es posible que su obra ni siquiera
llegue a conocerse. Si alguien hace una película, es para que el público la
vea. Ese público debe ser enganchado, como García Márquez dijo sobre los
lectores. Hay que entretener, promocionar. Se tiene que vender la idea al
público, para que así esté dispuesto a comprarla, es decir a pagar un boleto de
cine y ver la película.
El cine se vende
y entretiene. Cuenta historias y la gente gasta por verlas, ya sea tiempo,
dinero o ambas. Si el cine se convirtió en negocio es porque está implícito en
su naturaleza. ¿No venden los pintores sus pinturas para que la gente las
cuelgue en sus paredes y las observe día con día? Algunos podrán decir que el
arte no se vende y ese pensamiento arbitrario no lo han tenido pocos. Pero, si
un árbol cae en medio de un bosque y no hay nadie que lo escuche ¿hace o no
hace ruido? Ni “de arte” ni “comercial”, un filme siempre tendrá un fin último,
sea la película que sea, y éste sólo puede cumplirse si alguien se sienta a ver
la cinta.
La
mentira más grande
Hay películas
para entretener, para reírse, para pensar, para reflexionar, para asustar, para
todo. Y es que el cine es la mentira más grande creada por la humanidad.
Nuestra sociedad vive sumida debajo de un montón de capas de mentira. Los
momentos de honestidad son destellos casi imperceptibles, y es en esos momentos
en que el ser humano encuentra la felicidad absoluta. Pero la honestidad no es
una cualidad humana, mentir, por otro lado, es algo con lo que nacemos, con lo
que nos criamos y aprendemos a vivir. Cuando un director hace una película está
inventando una mentira, es una historia que no existe más que en la realidad
recreada.
Los actores
fingen ser otras personas, los lugares son arreglados para aparentar ser una
determinada zona que no existe. Aunque una cinta esté basada en hechos reales,
es una recreación y para recrearla se tiene que mentir, se tiene que fingir
todo el escenario y las circunstancias, situaciones que ya fueron y que aún
todavía tienen que pasar por la visión de otras personas que no las conocieron
de primera mano. El cine es reinvención de la realidad. Cuando el cine es
bueno, es cuando logra atrapar en su propia mentira al espectador y hacerle
creer que lo que observa es real.
El séptimo arte
es una farsa. Es volverse cómplice con el espectador. El público sabe que lo
están engañando y el director sabe que está mintiendo. Pero ambos tienen un
contrato implícito, uno está dispuesto a creerse la mentira y el otro a ser
convincente, valiéndose de los métodos que sean adecuados a su objetivo. No es
falsa la afirmación de que si uno se llega a mentir con tal intensidad, puede
hacer que la mentira se convierta en verdad. Lo cierto, sin embargo, es que la
verdad absoluta no existe en ningún lado. Las personas y el cine mienten con un
vigor supremo.
¿Pudiera ser que
la realidad y el cine son a tal grado mentira que se transforman en la verdad
absoluta? ¿O pudiera ser que al mentir con tal fuerza el cine descubre a través
de sus falsedades la verdad que se esconde detrás de todo? Esta última pregunta
podría tener una respuesta afirmativa, pero el punto es que el cine quiere
decir algo. Si un actor dice ser tal persona, es porque el director quiere que
mienta para decir algo más allá a su público: ya sea hacerlas reír, asustarlas,
etcétera. Lo correcto es cumplir ese objetivo. Creo que fue Martin Scorsese
quien dijo que cuando la pantalla y la audiencia generan un vínculo entre sí,
es cuando el cine está cumpliendo su función última y se está haciendo de forma
correcta.
Cuando un
cineasta no logra transmitir lo que quiso, habrá fallado. Quentin Tarantino lo
ejemplificó de la siguiente manera: pudiera ser que el cine se siente confuso,
se siente aburrido y tedioso, pero si esa confusión, ese aburrimiento y ese
tedio son parte de la película, está bien. Tarantino trataba de decir que esa
sensación debe ser natural a la película, si uno siente que se está
confundiendo pero sabe que la película pretende confundir, va por buen camino.
Pero si uno siente confusión y de alguna manera sabe (porque eso es algo que se
sabe y se siente más allá de saberse) que no debería ser así, entonces algo
salió mal. El director concluía que uno simplemente debe sentir que está en
buenas manos, que la confusión es adecuada y que el director sabe lo que hace.
En pocas
palabras, si una película te quería hacer reír y consigue hacerte reír, está
bien. Si una cinta quiere hacerte llorar y lo logra, está bien. Porque ese era
el objetivo del cineasta y esos objetivos pueden ser infinitos. Todo cae por su
propio peso. La cinta adquiere el ritmo natural que el guion y el cineasta
quisieron darle y es entonces cuando se crea ese vínculo con el espectador del
que hablaba Scorsese. Y ese vínculo es, sin duda, ese mismo gancho de
ensoñación que nos mantiene inmersos en la historia que se desenvuelve frente a
nuestros ojos, alejándonos casi por completo de la realidad que nos rodea.
Sueños
ajenos
La mentira que
se desenvuelve frente a nosotros se transforma en la realidad, y de pronto
desaparece el asiento sobre el que estamos sentados, si hay personas y voces a
nuestro alrededor también enmudecen; desaparece la luz del proyector,
desaparecen las paredes de la sala y el contorno que delimita la imagen de la
película. Este es, sin duda, un efecto que ni con la más alta tecnología del 3D
podría conseguirse jamás. Es un estado mental, una ensoñación que nos hipnotiza
de alguna manera. No es casualidad la fascinación que sentía Luis Buñuel por
los sueños, un encanto que, por supuesto, lo acercó al surrealismo, pero que de
alguna forma también tenía una semejanza enorme con el séptimo arte.
Soñar, imaginar
otros mundos, pensar en situaciones hipotéticas, ejercicio que
alimentamos los seres humanos día con día, despiertos y absortos en nuestros
pensamientos sobre el futuro y recuerdos del pasado, mezclándolos e inventando
bajo nuestro propio guion y dirección, nuestras películas en nuestra cabeza. Y
tal poder ejerce la ficción, que incluso estando dormidos, nuestro
subconsciente se empeña en crear sus propias funciones nocturnas, de las que
nosotros también somos partícipes. Los sueños son como el cine y no es otra
cosa sino los sueños ajenos lo que vemos dentro de una película.
Y es quizá por
esa misma razón que el cine es capaz de crear un vínculo con el espectador. Donde
las ideas ajenas de un personaje que nosotros no conocemos, encuentran un punto
común con nuestra propia vida, es cuando el gancho de la película nos sumerge
en su realidad recreada. Sea de forma consciente o inconsciente, esa conexión
invisible es la clave precisa donde las imágenes en movimiento tienen su valor
artístico. Buñuel incluso atribuía al cine un carácter hipnótico casi
científico, señalando que incluso la iluminación, los movimientos de cámara y
los planos son elementos que eliminan el criterio del espectador fascinándolo
con la película que observa, envolviéndolo así en los vapores del ensueño, como
si el público tuviera frente a sí un reloj enorme que se mueve de un lado a
otro.
Buñuel tenía
razón, y es esta conjunción de diferentes elementos (actuaciones, diálogos,
efectos especiales, etcétera) la razón por la que el cine ejerce una
fascinación inexplicable. Pasar de una imagen en movimiento, sin ningún tipo de
historia, de los hermanos Lumière, a los grandes relatos que se ven hoy en día,
ha sido una transición natural. No es novedad imaginar el asombro y la
fascinación de las personas que vieron las primeras imágenes en movimiento, y
en ese sentimiento adivinar el futuro del cine. En esa sencilla atracción de
feria en que se convirtió la invención de los Lumière, estaba recóndita la
hipnosis de la que es capaz lo que luego se colocaría como el séptimo arte.
Y así como en
aquel entonces, unas cuantas fotografías en movimiento hacían temblar
multitudes, hoy en día ese mismo efecto lo tienen los largometrajes que se
exhiben. Y es en ese efecto donde se encuentra la esencia del cine. Este
arte es, y ha sido desde sus comienzos, un medio de entretenimiento, llámese
desde el más superficial significado de la palabra, hasta el más profundo,
capaz de crear la hipnosis más absoluta. Incluso en ambos sentidos, el
entretenimiento es a fin de cunetas una invitación a la ensoñación, a
apartarnos de la realidad y retenernos atentos a lo que sea que se nos
presente. El cine es entretenimiento, y esa cualidad es de alguna manera una
forma de arte.
Lo que una
persona se lleve después de ver una película, ya sea una reflexión, una buena
carcajada, o quizá algo más que las palabras no pueden explicar, depende del
vínculo que haya existido entre la obra del director y uno mismo. El cine no
está hecho para un público específico, como forma de arte, le habla a todos y a
cada quién con diferente voz. La audiencia de ciertos géneros cinematográficos
se crea por sí sola, bajo el gusto personal y el vínculo invisible que genera.
Si algo tiene de maravilloso este arte, es que se trata de algo tan universal,
que está creado para el acceso de cualquier persona. Somos exactamente los
mismos a quienes los hermanos Lumière impactaban con su descubrimiento.
Gente de a pie que quedaba pasmada ante las imágenes. Esas mismas personas, son
las mismas que entran hoy en día a la sala de un cine, con la misma expectación
y la misma disposición al asombro.
La gente que
entra al cine no tiene que ser quien conozca la filmografía de Woody Allen de
principio a fin, o haya disfrutado desde el primer minuto “El Padrino” y el
“Ciudadano Kane”. Habrá quien incluso reniegue de lo que muchos aseguran son
algunas de las películas más grandiosas de todos los tiempos. El gusto
cinematográfico es estrictamente personal, y una película funciona tanto para
el que ha visto lo que se considera como “clásicos”, como para el fanático de
Michael Bay. El cine debe tener la capacidad de hipnotizar al espectador, sea
quién sea el que entre a la sala, engancharlo y mantenerlo así hasta los
créditos finales. La razón por la que las personas siguen pagando un boleto
para entrar a ver una película, es para entretenerse, para impresionarse, y
para llevarse o no, algo en qué pensar. Las razones y los objetivos trazados en
la pantalla grande, son tan variados como la vida misma. La gran mentira de la
vida y la gran mentira de la ficción, una paradoja sin fin, que enamora la una
a la otra y viceversa.
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